En los dos temas anteriores hemos hecho referencia a
la comunión con Cristo, no sólo como ideal de vida espiritual y sacramental
sino también en el modo de conformar la vida y de dar testimonio de él.
Para ello y por ello la Regla propone: “Como Jesucristo fue el verdadero adorador
del Padre, del mismo modo los Franciscanos seglares hagan de la oración y de la
contemplación el alma del propio ser y del propio obrar” (n. 8).
Si hemos leído y rezado las oraciones de san
Francisco, nos hemos dado cuenta de que en ellas predomina este rasgo cristiano
de la adoración y de la alabanza bajo varios matices. Si hemos oído decir que
fue el “juglar de Dios” es porque en el corazón de Francisco vibraba con
facilidad esa cuerda sensible de la alabanza a Dios, prueba de lo cual es el
cántico de las Creaturas o del Hermano Sol, que es como el “canto del cisne” de
una vida hecha “alabanza de la gloria de
Dios”, como dejó escrito el apóstol Pablo (Ef 1, 6. 12. 14.)
Sin embargo, no tenemos muchas palabras de
Jesucristo que traigan al recuerdo este rasgo religioso de la adoración porque
son pocas las ocasiones en la que los evangelios nos dan las palabras mismas de
sus oraciones. Pero sí tenemos algunos testimonios, en los que predomina la
acción de gracias. Y en toda acción de gracias hay un reconocimiento implícito
de que lo que Dios ha hecho merece nuestro agradecimiento, que es una modalidad
de la adoración.
La experiencia primera y más radical que, al
respecto, constatan los evangelios es la de las tentaciones en el desierto. En
la segunda tentación, lejos de buscar su gloria, como se lo sugiere el
tentador, arrojándose desde lo más alto del Templo para ser aclamado por las
multitudes, Jesús rechaza semejante propuesta diciendo: “No tentarás al Señor tu Dios”. Y es en la tercera cuando Jesús
taxativa y literalmente proclama que sólo Dios es digno de “adoración y culto” (Mt 4, 7-10).
Recordemos, por ejemplo, a Jesús reconociendo la
preferencia del Padre por manifestar “las
cosas del Reino a los pequeños” (Mt 11, 25); o dando gracias antes de
repartir los panes a la multitud (Jn 6, 11) y al levantar sus ojos al cielo
antes de la resurrección de Lázaro, diciendo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado…” (Jn 11, 41) y
finalmente en la última cena, al tomar la copa “dio gracias”, y “tomó pan,
dio gracias, lo partió y se lo dio…” (Lc 22, 17.19; Mc 14, 23; Mt 26, 27; I
Cor 11, 24).
Bajando ahora
a la vida de los hermanos “Franciscanos seglares”, en su Regla, como
hemos recordado antes, se habla de
“oración y de la contemplación” y se dice que éstas sean “el alma del propio ser y del propio
obrar”.
La familia franciscana ha gozado de un buen número
de santos y maestros de vida contemplativa, tanto entre los frailes como entre
las hermanas, que nos han dejado ejemplos y libros, que han sido la máxima
referencia para el cultivo de la contemplación a lo largo de los siglos, sobre
todo a partir de los siglos XV-XVII.
Ante todo la experiencia de oración y contemplación,
que se sugiere a los Franciscanos seglares, se inspira en Jesucristo como “verdadero adorador del Padre”, indicando
implícitamente que su oración y contemplación sean principalmente de adoración.
Por otra parte, se dice que éstas sean “el
alma del propio ser y del propio obrar”.
Recordemos brevemente el episodio de Jesús
platicando con la mujer samaritana y diciéndole que “llega la hora, y de hecho ya estamos en ella, en que los verdaderos
adoradores, adorarán a Dios en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23).
Es éste un gran reto para los Franciscanos seglares:
vivir una experiencia espiritual de oración y contemplación, centrada en la
adoración interior, desprendida de muchas formas externas, que a veces
oscurecen el verdadero espíritu de nuestra oración, centrada en el gran misterio
de la Trinidad divina, que hace en nosotros su morada.
San Francisco hace referencia a este misterio en su
admonición primera, al decir: “Por esto,
el Espíritu del Señor, que mora en sus fieles, es el que recibe el santísimo
cuerpo y sangre del Señor” (v. 12). Y concluye: “De esta manera el Señor está siempre con sus fieles, como él mismo lo
dice: Mirad que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (V. 22).
En la admonición 16, el santo nos da una clave para
llegar a esta experiencia de oración de adoración y contemplación, y es la pureza de corazón. Así lo dice él mismo:
“Son de corazón limpio, de verdad, los
que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y nunca dejan de
adorar y contemplar, con corazón y espíritu limpios, al Señor Dios vivo y
verdadero” (v. 2). (En otra ocasión, espero tratar más en detalle este tema
de la pureza de corazón (cfr. Regla 12).)
Y haciendo referencia a hacer “de la oración y la contemplación el alma del propio ser y del propio
obrar”, nos puede servir recordar lo que san Francisco dice a los hermanos
menores en la primera Regla: “Donde
quiera y en todo lugar…todos nosotros creamos sincera y humildemente, tengamos
en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos,
glorifiquemos y sobreensalcemos, engrandezcamos y demos gracias, al altísimo y
sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo…” (1R
XXIII, 11). Y el propio ser y obrar
lo identifica el santo con “seguir las
huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo y llegar hasta ti, oh
Altísimo…” (Cta. a la Orden, 52-53),
para lo que pide ser “purificados,
iluminados y encendidos en el fuego del Espíritu Santo” (id. 51).
Ser tales personas orantes contemplativas en nuestra
sociedad securalizada es un verdadero signo del Reino de Dios, que la OFS tiene
el privilegio y el reto de encarnar en su vida: en “su ser y en su obrar”.
Hno. Jesús Ma. Bezunartea, OFMCap.
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