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martes, 20 de febrero de 2018

Haciendo memoria, haciendo vida. A 40 años de la regla OFS - I Parte -



De entrada, quiero decir que estoy convencido de que hoy tiene su lugar relevante en la Iglesia, que su carisma tiene un mensaje importante para los laicos y para nuestro mundo laico y secularizado y, por tanto, lo es también para la Iglesia en su compromiso tibiamente asumido de promover a los laicos dentro de su vida y de su misión.

Quiero, para empezar, ceñirme, efectivamente, a las primeras palabras del Capítulo II de la Regla, titulado “La forma de vida”. Con los dos primeros breves párrafos me parece más que suficiente para aportar mi grano de arena a lo que podemos hacer en este aniversario: releer y valorar en clave de actualidad esta Regla de vida de nuestros hermanos de la OFS. Este es el texto, que reproduzco literalmente:
“La Regla y la vida de los Franciscanos seglares es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo siguiendo el ejemplo de San Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres”.
“Cristo, don del amor del Padre, es el camino hacia Él, es la verdad en la cual nos introduce el Espíritu Santo, es la vida que Él ha venido a traer abundantemente”.

A continuación y como conclusión de estos dos párrafos, hay un tercero que recomienda la lectura del santo Evangelio y la aplicación a la vida, lógico pero no necesario para mi interés ahora.
Creo que en estos párrafos se pone de relieve el tripié de la vida y misión de nuestra Tercera Orden, como me gusta llamarla: el Evangelio, Francisco y Jesucristo.

Diría que el primero –el Evangelio- es el contenido ocupacional de esta vida, el segundo –Francisco- es el guía y el tercero –Jesucristo- es la inspiración y ejemplo.

Ante todo, quiero llamar la atención sobre la expresión “guardar”, que es al mismo tiempo, una expresión común pero profundamente evangélica y contemplativa, pues nos recuerda a María, que “guardaba todas esas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). ¿Qué les parece? Ser lectores contemplativos del Evangelio. Y para ello, claro, tener el corazón sencillo de María, el corazón de “la esclava del Señor”, que le dice: “hágase en mí según tu Palabra”. No puede ser de otra forma, y así se cumple lo que se recuerda como prólogo de esta Regla en la Exhortación de San Francisco a los Hermanos y Hermanas de Penitencia:
Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo”.

Y es que pensar en “guardar” bajo una acepción moral, es falta de comprensión y de respeto hacia el Evangelio, que es Buena Nueva. Por eso, la predicación inicial de Jesús, según el evangelio de Marcos es: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (1, 15). No es “conviértanse y cumplan el Evangelio”. Por otra parte, mientras el ser humano ha sentido y siente, en edad adulta, un rechazo a las personas y actitudes impositivas, se abre y simpatiza con las personas y actitudes invitacionales y afables. ¡Cuánto tiene que ver esto, a la hora de querer evangelizar a nuestro mundo postmoderno,  tan reacio a lo moral y obligatorio”.

Sigue a continuación la referencia a San Francisco, de quien se dice que “hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres”. Algo que lo vemos y leemos en sus escritos y biografías, como dice, por ejemplo su primer biógrafo oficial: “Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosamente sobre todos con el sello de Cristo”(I Cel, 115).

Y para no alargarme en esto, sólo citaré el testimonio de santa Clara cuando dice en su Testamento: “El Hijo de Dios se ha hecho para nosotros camino, y ese camino nos lo ha mostrado y enseñado, con la palabra y el ejemplo, nuestro padre san Francisco, verdadero amante e imitador suyo” (v. 5).
Por fin, la referencia a Cristo es de una riqueza exuberante, que incluye un compendio de espiritualidad; de una espiritualidad, propia de un hijo/a y seguidor o seguidora de Francisco en esta vida evangélica, que está marcada decisivamente por la relación personal con Cristo.

Ante todo, él es “don del amor del Padre”, como nos lo dice el discípulo que fue tocado especialmente por el amor: “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo” (Jn 3,16). Que nadie dude o se atreva a decir “Dios no me ama”, porque allí está Cristo, que ha venido, como él mismo lo dice, a “buscar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10) y “deja a las noventaynueve ovejas en el aprisco y se va en busca de la descarriada” y “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventaynueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15, 4-7).

Y, como nos dice el mismo discípulo amado: “es el camino hacia Él” (Jn 14, 6). En medio de tantos caminos que se ofrecen hoy por falsos profetas, “encantadores de serpientes” y “charlatanes”, como dice el Papa Francisco en su mensaje de Cuaresma, en Cristo tenemos el camino seguro, aunque sea tortuoso y estrecho, “que conduce a la Vida” (Mt 7, 13-14).

Es “ verdad en la cual nos introduce el Espíritu Santo”, porque, en palabras de Jesús, este Espíritu es el compañero, el maestro, el abogado y el consolador que “nos conduce a la verdad completa”(Jn 14, 26).

Y Él es “la vida que ha venido a traer abundantemente” (Jn 10, 10); porque los cristianos que nuestro mundo necesita hoy, como en el tiempo de Francisco, no pueden ser mediocres sino radicales. Vivimos tiempos de renovación, de reforma, de rebeldía en la Iglesia y en la sociedad, como lo fue en el tiempo de Francisco. Su carisma evangélico se abrió camino en medio de todos los grupos reformistas y ha dado frutos abundantes y permanentes de santidad, de sabiduría y de evangelización a lo largo de ocho siglos. ¿Podrá seguir sirviendo a la sociedad y a la Iglesia, necesitadas ambas de testigos fehacientes de verdad y de vida? La Orden Franciscana Seglar tiene parte de la respuesta.

De nuevo, volviendo al mensaje mencionado, el Papa nos dice que “da la impresión de que la caridad se ha apagado en muchos corazones, pero no se apaga en el corazón de Dios”. He aquí una forma concreta para la Fraternidad Seglar de la Tercera Orden de hacer presente esta vida abundante de Cristo en nuestro tiempo: revitalizar el amor en el corazón de muchos mediante la fraternidad viva, comprometida en el aquí y ahora de nuestro mundo,  de nuestra sociedad, de nuestra Iglesia. Ésta será la garantía para que el Evangelio de Cristo, vivido radicalmente por Francisco de Asís, pueda ser una aportación válida de toda nuestra familia franciscana a la evangelización.

Hno. Jesús Ma. Bezunartea, OfmCap.

martes, 30 de enero de 2018

Tercera Orden Regular - TOR

Origen de la Tercera Orden Regular

La Tercera Orden Franciscana fue fundada por S. Francisco en 1221 como una verdadera orden religiosa seglar, pero, ya desde el principio, el deseo de mayor perfección evangélica llevó a algunos hermanos y hermanas a optar por la vida solitaria o eremítica, y a otros, a asociarse en obras de piedad y de caridad, viviendo en común, primero libre y espontáneamente y luego, por necesidad de organización, en estructuras cada vez más estables y reglamentadas. Estos grupos, nacidos y gestionados autónomamente en varias naciones y, a menudo, en ámbitos regionales más restringidos, a un cierto momento sintieron la necesidad de reunirse en Congregaciones. Tales congregaciones nacionales recibieron, en varias épocas y de diversos pontífices, la aprobación canónica, según las exigencias de la nueva forma de vida en común.

En 1295, Bonifacio VIII permitía a los hermanos de la Penitencia de Alemania a llevar vida en común y edificar casas y oratorios donde poder celebrar los oficios divinos. La supresión de las comunidades de beguinas del norte de Europa por el Concilio de Vienne hizo que muchas de ellas se orientaran hacia la Tercera Orden franciscana para sobrevivir. Una bula dudosa de Juan XXII del 18 de noviembre de 1324 defendía a algunos terciarios de la región umbra italiana y recomendaba su forma de vida. Una bula de Bonifacio IX de 1401 autorizaba a los hermanos y hermanas terciarios de la diócesis de Utrecht para celebrar capítulo general, tener estatutos propios y hacer voto solemne de continencia. En agosto de 1411, Juan XXIII concedía a los hermanos y hermanas de Flandes la misma autonomía y aprobaba sus estatutos. Esta congregación llegó a contar con 70 conventos de uno y otro sexo y unos 3000 miembros. Se dedicaban principalmente a la labor hospitalaria y vestían de gris.

Tercera Orden Regular masculina

Las congregaciones masculinas y femeninas de terciarios fueron avanzando progresivamente hacia la vida religiosa plena. El primer reconocimiento canónico de la Tercera Orden Regular fue una bula de Nicolás V, del 20 de julio de 1447, que pretendía reunir a las comunidades masculinas italianas de la TOR en una congregación, con capítulos y ministro generales; pero fue abolido por el mismo papa en 1449, ante la reacción de las mismas agrupaciones, que veían peligrar su autonomía. El paso decisivo hacia la uniformidad fue otra bula de Sixto IV, del 1480, que declaraba solemnes los votos emitidos por estas congregaciones de "terceros" o terciarios, masculinas y femeninas. La Congregación italiana celebró su primer capítulo general el 25 de julio de 1448 y fue teniendo cada vez más peso en el consejo de las distintas congregaciones independientes.

Al principio, los hermanos de la TOR siguieron la regla de Nicolás IV, con estatutos propios y adaptaciones; a partir del 1472-75 tuvieron regla propia, pero el paso más importante hacia la unidad de las Congregaciones fue la Regla que León X promulgó en 1521, inspirada, en parte, en la de Nicolás IV, que se convirtió en Regla común de todas las Comunidades de Terciarios y Terciarias. Esta regla tenía el inconveniente que suprimía a los superiores generales y las congregaciones, y sometía al superior de cada casa a los ministros franciscanos observantes. Los españoles y portugueses, sin embargo, obtuvieron de Pablo III, en 1547, la promulgación de tres reglas distintas, una para los terciarios que vivían en comunidad, otra para las monjas y otra para los terciarios seglares que vivían en sus casas o en ermitas. A imitación de los españoles, la congregación lombarda obtuvo en 1549 constituciones propias y total independencia de los frailes de la Observancia, con superiores generales y provinciales propios. San Pío V, en 1568, volvió a someterlos a la Observancia e imponía a las hermanas la estricta clausura, pero recuperaron de nuevo la autonomía con Sixto V en 1586. A la congregación lombarda se unieron enseguida las de Sicilia, Dalmacia (1602) y Flandes (1650). La congregación española, dividida en tres provincias, se mantuvo más dependiente de la Observancia. La de Francia se constituyó en siete provincias, gracias al tesón de Vicente Mussart (+ 1637) y al apoyo de rey. Esta reforma se llamó "de la estrecha observancia", y fue la más adicta a la primera Orden franciscana.

Otras congregaciones existían en Alemania, Bohemia, Hungría, Irlanda e Inglaterra. A pesar de los daños sufridos por la reforma protestante, entre los siglos XVII y XVIII había en Alemania más de 200 casas y 30 en Irlanda. Una estadística de 1625 daba un total de 17 provincias con 327 conventos y 2250 religiosos. Un buen número de conventos se perdieron en Italia en virtud de las medidas adoptadas bajo el papa Inocencio X. El siglo XVII fue el de mayor esplendor, pero los acontecimientos revolucionarios europeos de los últimos siglos casi las hicieron desaparecer.

En España no quedó ninguna casa de terciarios regulares tras la desamortización de Mendizábal (1836-6). Sólo sobrevivió, muy maltrecha, la congregación italiana, formada por 4 provincias a principios del siglo XX. A ella se unió en 1906 la Tercera Orden Regular masculina española , restaurada en 1878, en Llucmajor (Mallorca), por de fray Antonio Ripoll Salvá, que se extendió luego por España, USA, México, Brasil y Perú. En 1908 se agregó también una congregación de Estados Unidos. En 1921, con ocasión del centenario de la fundación de la Orden Tercera, el papa Benedicto XV manifestaba su deseo de que todas las familias religiosas de uno y otro sexo, que profesan los votos simples, se unieran a la TOR de votos solemnes para formar con ella "un solo cuerpo fuerte y vigoroso", sin conseguir ningún resultado efectivo.

Hoy los miembros de la Tercera Orden Regular masculina rondan el millar y desarrollan una intensa actividad pastoral en los cinco continentes, repartidos en 7 provincias y 5 viceprovincias. El hábito, hasta hace poco, era negro y semejante al de los frailes Conventuales, pero en el último capítulo general se ha decidido volver a la forma y al color gris tradicionales, en aquellas provincias que lo determinen. Su sede o Curia Generalicia está en la Basílica de los Santos Cosme y Damián de Roma, Vía de los Foros Imperiales 1, 00186 ROMA, Italia. Tel. (06) 699.15.40, FAX (06) 678.49.70.

Tercera Orden Regular femenina

Desde el siglo XIII han existido las comunidades de terciarias dedicadas a obras de caridad y de apostolado, sin comprometerse nunca con votos solemnes ni a vivir en clausura. Entre ellas hay que mencionar a las Hospitalarias o Hermanas grises y a las Elisabetinas del centro-norte de Europa, así como a las Ursulinas o Compañía de Santa Úrsula, fundada por Santa Ángela Mérici (+ 1540).
La institución más dinámica, que anticipaba el espíritu y misión de las modernas congregaciones franciscanas femeninas, fue la de la beata Angelina de Marsciano (+ 1435), con autoridad de ministra general recibida de Bonifacio IX y de Martin V. Cada uno de sus 16 monasterios podía elegir su propia ministra, que era la encargada de recibir novicias y admitir a la profesión. La general era elegida por las ministras locales y su tarea era visitar las comunidades y admitir a hermanas de otras congregaciones similares. Se ocupaban fundamentalmente de la instrucción de la juventud femenina. Las italianas se pusieron bajo la jurisdicción de los frailes observantes, conservando su propia organización. El continuo viajar de la ministra general para las visitas fue lo que provocó que Pío II suprimiera dicho cargo en 1461, mientras los observantes imponían a todas las religiosas la clausura religiosa.

La gran floración de institutos franciscanos de todo tipo se produjo, sin embargo, en el siglo XIX, coincidiendo con el descenso numérico e institucional de las ramas de la primera orden, por obra, en muchos casos, de religiosos exclaustrados. Las nuevas fundaciones salían al paso de las necesidades creadas por el proletariado, fruto del capitalismo liberal y la industrialización. Los objetivos eran bien concretos: asistencia a niños, enfermos, ancianos, marginados, emigrantes, instrucción escolar y profesional, atención a la juventud desviada y a las prostitutas.

Las nuevas congregaciones franciscanas emitían votos simples, temporales o perpetuos, para evitar la norma tridentina que obligaba a la clausura a las de votos solemnes. Sólo en 1905 tales congregaciones fueron reconocidas como religiosas por la Iglesia, a condición que se agregaran a una de las ramas de la primera orden o de la tercera orden regular. Actualmente existen centenares de Congregaciones franciscanas regulares. Los frailes menores (antiguos observantes y reformados) dirigen 7 congregaciones y tienen agregadas 11 masculinas y 270 femeninas; los conventuales tienen agregadas 4 masculinas y 33 femeninas; los capuchinos 9 masculinas y 89 femeninas; los terciarios regulares, 2 masculinas y 3 femeninas.