domingo, 11 de febrero de 2018

Francisco y la paz interior


Hemos oído decir que “de la abundancia del corazón habla la boca”. En un tiempo en que la paz es la gran ausente de la convivencia humana a niveles diversos, no podemos menos de preguntarnos: ¿qué tiene que ver mi paz interior con la paz en mi familia, en mi sociedad, en la humanidad, en mi Iglesia?

Quisiera responder la pregunta desde un enfoque franciscano partiendo de dos principios y experiencias muy importantes en la vida y espiritualidad de Francisco de Asís. Son la pureza de corazón y la pobreza de espíritu.

Son dos temas que el santo trata escueta pero repetidamente en sus admoniciones y que están mutuamente relacionados como causa y efecto.

Sirva como introducción la anécdota bellamente descrita en Sabiduría de un pobre cuando Fray León añora tener en su corazón la pureza del agua del riachuelo y Francisco le dice que la pureza de corazón es liberarse de todo sentimiento negativo y dejarlo todo en las manos de Dios de manera que se pueda ir por la vida con la paz y tranquilidad de los grandes ríos, que asumen todo lo que se cruza en su curso que sigue fluyendo sin alteración alguna.

Una de las admoniciones más importantes es la que nos habla del “participar del espíritu del Señor”, en la que Francisco no dice que sabremos si participamos de ese espíritu si “cuando el Señor obra algún bien por medio de él (de nosotros), no se engríe por ello su carne, antes bien se mira más vil a sus propios ojos y se estima inferior a todos los demás” (Adm. 12).

Efectivamente, el Espíritu del Señor, que en palabras de Pablo tiene como fruto genuino la paz (Gal 5, 22), necesita que nuestro corazón esté liberado de todo impedimento humano para poder derramar en él la riqueza de sus dones. Esa liberación es lo que hace posible así mismo la pureza de corazón, que nos capacita para ver todo como obra y regalo de Dios. Al respecto nos dice el santo en otra admonición: “Son de corazón limpio de verdad los que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y nunca dejan de adorar y contemplar, con corazón y espíritu limpios, al Señor Dios vivo y verdadero” (Adm. 16).

Quizá nos suene fuerte y negativo lo de “despreciar las cosas terrenas”; es el lenguaje del tiempo. Hoy podríamos decir: “dejar de lado” o “a través de las cosas terrenas” y estaríamos muy en sintonía con el pensamiento de Francisco, que por una parte nos habla de “no apropiarnos de nada” y por otra encuentra en el espectáculo de la creación la alabanza admirable de Dios, inmortalizada en su Cántico del hermano sol.

En definitiva, el corazón y espíritu limpios se liberan para “adorar y contemplar siempre al Señor”, siendo esta experiencia la piedra de toque y el fruto auténtico de la pobreza y de la pureza.

Volviendo a la pobreza de espíritu, primera bienaventuranza según el primer evangelio, que Francisco comenta en su admonición 14, leemos: “el que es verdaderamente pobre de espíritu se aborrece a sí mismo y ama al que le abofetea”. Aunque el término “aborrecer” nos suene muy fuerte, éste traduce el término que Jesús usa como primera condición para ser su seguidor: “negarse a sí mismo” (Lc 9, 23; Mt 16, 24; Mc 8, 34). De hecho Jesús nos dice a través de estas palabras que no basta con abandonar los bienes o la familia sino también a sí mismo, incluso “odiar la propia vida” (Lc 14, 26).
Desde otro punto de vista y más explícitamente refiriéndose a la paz interior, san Francisco nos dice en la adm 15: “Son pacíficos de verdad los que, en medio de los padecimientos que soportan en este mundo por amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz de alma y cuerpo”.

Si nos preguntamos por qué perdemos la paz interior o, en otras palabras por qué nos enojamos y somos violentos a veces, descubrimos que son las contrariedades de la vida o, como decimos comúnmente, los problemas de la vida, los que nos llevan al límite de la paciencia y muchas veces explotamos. Digamos que la paciencia es la capacidad que tenemos para conservar la paz interior y a su vez la paz interior nos capacita para tener paciencia; por ello, decimos que a veces “llueve sobre mojado”, puesto que estando en una situación difícil, nos enfrentamos a un problema o contrariedad inesperada y barremos con todo.

San Francisco usa el término evangélico de “pacífico”; es decir, la persona que es tranquila, que no se enoja fácilmente, y tiene mucho aguante ante las circunstancias adversas. Eso significa que esa persona tiene o una buena concha o un buen colchón para aguantar los ataques, incluso inesperados o de las personas de las que menos lo esperábamos. Al respecto nos dice en la adm. 13 que “cuando al siervo de Dios le llega el tiempo en que le contrarían los mismos que deberían contentarle, el grado de paciencia y de humildad que entonces demuestra es el que tiene, y no más”. También a estos el santo los califica de pacíficos.

Y en la adm. 23 se aplica todo lo dicho sobre la paciencia y la paz interior a quienes tienen que sobrellevar la corrección. Por experiencia sabemos que corregir a alguien es un reto y un riesgo, aun tratándose de amigos. Tenemos que encontrar el momento y las palabras oportunas. De hecho, san Francisco dice a los ministros que cuando tengan que corregir a algún hermano lo hagan con “humildad y caridad” (Regla X, 1). 

Volviendo a la admonición mencionada, el santo dice: “bienaventurado el siervo que está dispuesto a sobrellevar las advertencias, las acusaciones y las reprensiones que le vienen de otro con la misma paciencia que si se las hiciera él a sí mismo”. ¡Qué hermosa calificación y descripción de la paciencia!  Quizá más de una vez, después de poner mala cara ante la corrección que alguien nos hace, hemos reconocido interiormente que tenía razón, pero muchas veces la paciencia va de la mano con la humildad, la humildad que nos capacita para reconocer que “lo único de que podemos gloriarnos es de nuestras debilidades y de cargar cada día con la cruz” (Adm 5, 8).

Y en la misma adm. 23, se llama “bienaventurado a quien al ser reprendido, se reconoce bondadosamente, se somete respetuosamente, confiesa humildemente y repara de buen grado”. Todo esto cuando se supone que el corregido es y se reconoce culpable. Pero, el santo insiste en que puede darse el caso en que un hermano puede ser “avergonzado y reprendido por un pecado que no ha cometido”. Éste será “bienaventurado si no trata en seguida de excusarse y sobrelleva  humildemente el ser avergonzado y la reprensión”.

En conclusión, la paz interior es posible contando con estas actitudes interiores mencionadas, que son todo un programa de ascética espiritual y de conversión evangélica. Ascética espiritual, es decir, trabajo para controlar las pasiones, particularmente la soberbia, tan profundamente enraizada en nuestra condición humana; y conversión evangélica para dejar de lado los criterios y prejuicios del mundo, y asumir los criterios y principios de Jesús “manso y humilde corazón”, que nos invita a aprender de él (Mt 11, 29).

Fr. Jesús Ma. Bezunartea, OFMCap

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