miércoles, 6 de junio de 2018

Haciendo memoria, haciendo vida. A 40 años de la regla OFS - III Parte -



Después de considerar en el tema del mes pasado la experiencia de comunión con Cristo, la Regla presenta un compromiso y un reto, consecuencia de esa experiencia cristiforme, ser: “miembros vivos de la Iglesia” y  testigos e instrumentos de su misión”.

Para que quede más claro, cito el número 6: “Sepultados y resucitados con Cristo en el Bautismo, que los hace miembros vivos de la Iglesia, y a ella más estrechamente vinculados por la Profesión, háganse testigos e instrumentos de su misión entre los hombres, anunciando a Cristo con la vida y con la Palabra”.

La presencia viviente y operante de Cristo”, que nos planteaba el número 5, comienza en nuestro Bautismo, en el que, como nos explica san Pablo, morimos y resucitamos con Cristo. Morimos, como él, a una vida según un plan personal, humano, centrado en sí mismo, y asumimos el plan del Padre para tener también nosotros, como él por medio del misterio pascual, una vida nueva, la vida que Dios quiere para nosotros, la vida de unos hijos que gocen en plenitud la vida de hijos de Dios. Por ello, nos dice también san Pablo: “A los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó” (Rm 8, 30).

Sin entrar en detalles sobre cómo vamos renovando constantemente estas experiencias, el “resucitar” con Cristo nos “hace miembros vivos de la Iglesia”. Y ¿cómo se nota la vida? Cuando un cuerpo no se mueve; cuando vemos un cuerpo tendido en el suelo, que no hace ningún movimiento, que ni siquiera respira, decimos que está muerto. Aunque suene muy feo decir que en la Iglesia, incluso en la familia franciscana, parece que hay muchos miembros muertos, porque no hacen ninguna actividad, digna de su vida cristiana, de su vida en comunión con Cristo, creo que esa es una triste realidad.

Demasiado tiempo hemos tenido a nuestros laicos relegados al olvido en la Iglesia, como sujetos pasivos, que si iban a “oír Misa” los domingos, ya eran considerados buenos cristianos, “católicos practicantes”. Pero, qué diremos de una persona que simplemente desayuna y se va a la cama, se levanta a comer y se vuelve a la cama, por tercera vez se levanta, cena y se vuelve a acostar. Quizá alguno diga: ¡qué buena vida!; pero quizá otro diga: ¡vaya parásito! y un tercero dirá: ¡qué vida tan aburrida! ¿qué sentido tiene vivir así?

Efectivamente la vida es reto y tarea. Ser miembros vivos de la Iglesia es participar en la vida de la Iglesia, aportando todo lo que esté a nuestro alcance con los dones que el Espíritu nos concede a este propósito: “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (I Cor 12, 7).

Creo que podemos decir que en la mayoría de los países católicos, si no en todos, hoy en día la influencia de la Iglesia y la presencia de Cristo, está más en la vida y acción de los laicos que en la de los religiosos y sacerdotes. El trabajo que nos ha propuesto el Papa al hablar de la evangelización, de salir, de una “Iglesia en salida”, es una forma de decir a los laicos: llegó su hora, lleven a Cristo en su corazón, en sus labios, en sus manos, en su sonrisa, en sus palabras; llévenlo a  sus hogares, a sus puestos de trabajo, a la calle, a donde quiera que estén.
Ser “testigos e instrumentos” de la misión de Cristo “entre los hombres” va a tener lugar por medio de un anuncio, que a veces se hará con la palabra, pero que siempre se hará con la vida. Y el Papa Francisco ha dirigido ese mensaje apremiante de evangelizar a todos los miembros de la Iglesia. La tareas fundamentales de la Iglesia – gobernar, enseñar, santificar- son para todos sus miembros, pero vividas y realizadas de forma distinta según los propios carismas. Cada Iglesia doméstica, como ha calificado el magisterio conciliar a la familia, tiene las mismas atribuciones básicamente –derechos y obligaciones- que la Iglesia jerárquica. ¡Cuánta toma de conciencia nos falta en esa línea y cómo urge el hacerlo!

Esa brecha, que notamos ahora en muchos países católicos entre los que ahora son adultos mayores –abuelos- y las generaciones de padres de familia con hijos en edad de educación, nos plantea una tarea muy difícil, pues no hemos preparado a nuestros laicos para salvarla, para cerrarla. Más que ponernos a pensar si todavía esto se puede remediar, debemos ponernos a revitalizar nuestras familias con esta conciencia, que nos urge, de ser “miembros vivos de la Iglesia” y “testigos e instrumentos de su misión”.

Esto presenta un doble reto muy eclesial y actual a la OFS: evangelizar a las familias, y preparar a los matrimonios jóvenes para ser miembros vivos de esa Iglesia doméstica, que iniciarán cuando reciban el sacramento del matrimonio.

Hno. Jesús Ma. Bezunartea, OFMCap.

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