Después de considerar en el tema del mes pasado la
experiencia de comunión con Cristo, la Regla presenta un compromiso y un reto,
consecuencia de esa experiencia cristiforme, ser: “miembros vivos de la Iglesia” y
“testigos e instrumentos de su
misión”.
Para que quede más claro, cito el número 6: “Sepultados y resucitados con Cristo en el
Bautismo, que los hace miembros vivos de
la Iglesia, y a ella más estrechamente vinculados por la Profesión, háganse
testigos e instrumentos de su misión
entre los hombres, anunciando a Cristo con la vida y con la Palabra”.
“La presencia
viviente y operante de Cristo”, que nos planteaba el número 5, comienza en
nuestro Bautismo, en el que, como nos explica san Pablo, morimos y resucitamos
con Cristo. Morimos, como él, a una vida según un plan personal, humano,
centrado en sí mismo, y asumimos el plan del Padre para tener también nosotros,
como él por medio del misterio pascual, una vida nueva, la vida que Dios quiere
para nosotros, la vida de unos hijos que gocen en plenitud la vida de hijos de
Dios. Por ello, nos dice también san Pablo: “A los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a
esos también los justificó; a los que justificó, a esos también los glorificó”
(Rm 8, 30).
Sin entrar en detalles sobre cómo vamos renovando
constantemente estas experiencias, el “resucitar”
con Cristo nos “hace miembros vivos de la
Iglesia”. Y ¿cómo se nota la vida? Cuando un cuerpo no se mueve; cuando
vemos un cuerpo tendido en el suelo, que no hace ningún movimiento, que ni
siquiera respira, decimos que está muerto. Aunque suene muy feo decir que en la
Iglesia, incluso en la familia franciscana, parece que hay muchos miembros
muertos, porque no hacen ninguna actividad, digna de su vida cristiana, de su
vida en comunión con Cristo, creo que esa es una triste realidad.
Demasiado tiempo hemos tenido a nuestros laicos
relegados al olvido en la Iglesia, como sujetos pasivos, que si iban a “oír Misa” los domingos, ya eran considerados
buenos cristianos, “católicos
practicantes”. Pero, qué diremos de una persona que simplemente desayuna y
se va a la cama, se levanta a comer y se vuelve a la cama, por tercera vez se
levanta, cena y se vuelve a acostar. Quizá alguno diga: ¡qué buena vida!; pero
quizá otro diga: ¡vaya parásito! y un tercero dirá: ¡qué vida tan aburrida!
¿qué sentido tiene vivir así?
Efectivamente la vida es reto y tarea. Ser miembros
vivos de la Iglesia es participar en la vida de la Iglesia, aportando todo lo
que esté a nuestro alcance con los dones que el Espíritu nos concede a este
propósito: “A cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para provecho común” (I Cor 12, 7).
Creo que podemos decir que en la mayoría de los
países católicos, si no en todos, hoy en día la influencia de la Iglesia y la
presencia de Cristo, está más en la vida y acción de los laicos que en la de
los religiosos y sacerdotes. El trabajo que nos ha propuesto el Papa al hablar
de la evangelización, de salir, de una “Iglesia
en salida”, es una forma de decir a los laicos: llegó su hora, lleven a
Cristo en su corazón, en sus labios, en sus manos, en su sonrisa, en sus
palabras; llévenlo a sus hogares, a sus
puestos de trabajo, a la calle, a donde quiera que estén.
Ser “testigos
e instrumentos” de la misión de Cristo “entre
los hombres” va a tener lugar por medio de un anuncio, que a veces se hará
con la palabra, pero que siempre se hará con la vida. Y el Papa Francisco ha
dirigido ese mensaje apremiante de evangelizar a todos los miembros de la
Iglesia. La tareas fundamentales de la Iglesia – gobernar, enseñar, santificar-
son para todos sus miembros, pero vividas y realizadas de forma distinta según
los propios carismas. Cada Iglesia doméstica, como ha calificado el magisterio
conciliar a la familia, tiene las mismas atribuciones básicamente –derechos y
obligaciones- que la Iglesia jerárquica. ¡Cuánta toma de conciencia nos falta
en esa línea y cómo urge el hacerlo!
Esa brecha, que notamos ahora en muchos países
católicos entre los que ahora son adultos mayores –abuelos- y las generaciones
de padres de familia con hijos en edad de educación, nos plantea una tarea muy
difícil, pues no hemos preparado a nuestros laicos para salvarla, para
cerrarla. Más que ponernos a pensar si todavía esto se puede remediar, debemos
ponernos a revitalizar nuestras familias con esta conciencia, que nos urge, de
ser “miembros vivos de la Iglesia” y
“testigos e instrumentos de su misión”.
Esto presenta un doble reto muy eclesial y actual a
la OFS: evangelizar a las familias, y preparar a los matrimonios jóvenes para
ser miembros vivos de esa Iglesia doméstica, que iniciarán cuando reciban el
sacramento del matrimonio.
Hno. Jesús Ma. Bezunartea, OFMCap.
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